viernes, 6 de septiembre de 2013

Despedida de un fiel amigo.

Buenas nocheeees amigos :). Hoy os traigo otro pequeño texto que he escrito. Creo que no hace falta que explique demasiado. Me parece que os gustará. A mí, por lo menos, leerlo entero me ha emocionado.
Me gustaría dedicárselo a Troy, mi perro. Le quiero :)


… Recuerdo cuando llegaste a casa.
Te movías, inseguro, por ella, avanzabas temeroso, explorándolo todo lentamente, en tu mirada, una mezcla de miedo y curiosidad. Yo siempre estaba allí, contigo, para animarte. Lentamente, te fuiste acostumbrando, cogiste confianza conmigo y empezaste a quererme. Día a día, nos hacíamos más amigos, más íntimos, más cercanos, tu expresión se alegraba al verme, y yo siempre te saludaba con un cálido abrazo.
¿Recuerdas cuando jugábamos en el jardín?
Me perseguías por el césped, ambos corriendo velozmente, libremente, felizmente.
Pero tu siempre me ganabas. A los pocos segundos de empezar a correr ya me habías alcanzado, y te abalanzabas sobre mí, feliz, pleno, libre, y ambos caíamos al suelo, aunque ninguno parecía notarlo.
Yo te abrazaba fuerte, te apretaba contra mí, y hundía la cara en tu pelo. Nunca olvidaré su textura, suave, algo rizada, alborotada... Yo descansaba unos segundos, con tu reconfortante peso encima de mí. Escuchaba tu respiración, observaba cómo se calmaba y se suavizaba, adoptando un ritmo más normal y pausado. Después, me volvía a levantar súbitamente, tentándote a jugar de nuevo, y salía corriendo otra vez, tú siempre persiguiéndome, incansable, sin dudarlo, aunque nunca has sido rápido de reflejos. Y un poco atontado.
Siempre me mirabas con tu clásica sonrisa de oreja a oreja, una sonrisa boba, fácil, contagiosa, eterna. Siempre estabas feliz. Se leía en tu rostro y en tu mirada.
Me observabas con tus ojos negros, como pozos sin fondo, como cúpulas de cristal oscuro. Me gustaría saber qué pensabas cuando me mirabas así. Había tanta sabiduría en tus ojos,tanta sinceridad, tanta pureza, tanto amor...
En ellos había un sinfín de promesas, que, sin duda cumpliste.
Recuerdo cuando salíamos a pasear. Tú ibas siempre un poco más por delante, con el orgullo en tu mirada y el pecho hinchado y hacia arriba. Te encantaba presumir.
Lo mejor de todo, es que presumías sin saberlo, sin saber que eras hermoso. Y vaya si lo eras. Al pasear, me mirabas de vez en cuando, como para asegurarte de que yo seguía allí, a tu lado. Me sonreías con la mirada y seguías caminando.
¡Qué hermoso eras! Daba gusto contemplarte.
Recuerdo, en especial, una noche, hace mucho.
Yo estaba muy enferma, llevaba todo el día en la cama, arropada con lo que me parecieron cientos de mantas, hasta la barbilla. Mi frente, perlada de sudores fríos, estaba helada aquella vez, y mi rostro era apenas reconocible. Los ojos hundidos, rojos, nublados por la fiebre, entrecerrados e hinchados. Profundas ojeras me surcaban el rostro, no podía dormir, por el dolor.
Me torturaba de día y de noche. Mis padres me cuidaban durante el día, pero por la noche no podían aguantar despiertos conmigo. Yo gemía de dolor, no paraba de dar vueltas en la cama y hacía mucho ruido. Tuvieron que irse a dormir a otra habitación.

En cambio, tú...
Tú estuviste conmigo toda la semana que me duró la enfermedad. Esperabas, paciente, al lado de mi cama. Me mirabas con lástima en los ojos, en los cuales yo veía reflejada mi angustia. Durante esos días ambos estábamos alicaídos, tristes y deprimidos. Te sonreía levemente, y se te alegraba el corazón, contagiándome también el mío. Tú y yo nos bastábamos para hacernos sonreír. Apoyabas tu cabeza en mi cama, cerca de la mía, y yo me entretenía acariciando tu pelo y susurrándote lo bueno que eras. Te miraba hasta que cerrabas los ojos y te quedabas dormido junto a mí. Me encantaba mirarte. Mirar cómo tu pecho subía y bajaba lentamente, seguro, tranquilo y profundo. Me gustaba mirarte la cabeza cuando dormías, con una expresión serena, imperturbable, profunda, en paz.
Cuánto te quería.

Recuerdo cuando te llevaba al médico. Tú lo odiabas. Gemías y llorabas, haciendo pucheritos, y poniendo ojos lastimeros en la puerta de la clínica. Te escondías detrás de mi, y yo siempre pensé que tú pensabas: “si no la veo, no me ve, si no la veo, no existe”. Me reía cuando pensaba esto. No te gustaba nada aquel sitio. A mi tampoco.

No, desde que te descubrieron el tumor.
Recuerdo cuando te acariciaba, una tarde de invierno. Una tarde muy fría, pero tú y yo estábamos muy felices de estar juntos, frente al calor de la chimenea. Te pasaba la mano por el estómago, como de costumbre, y noté un bulto extraño. Al palparlo, protestaste gimiendo. Me extrañé muchísimo, y, alterada, me acerqué a tu tripa para verlo mejor. No se veía ninguna espina clavada, y tampoco había rastro de sangre. En ese momento pude notar como mi rostro palidecía mortalmente.
A la mañana siguiente, te llevé a regañadientes a la clínica. El médico, con el rostro serio surcado por arrugas, dijo que te tenían que hacer unas pruebas, así que te quedarías allí durante la noche. Pero tú no te querías separar de mí, ni yo de tí. Al final, volví a casa, y dormí sola esa noche. Ambos lo pasamos muy mal. Yo no pude dormir en toda la noche, dando vueltas en la cama, notando que algo faltaba en mi habitación, de repente tan vacía y fría sin tí. y no sé porqué, sentía que tú tampoco pudiste tranquilizarte.
Cuando volví a la clínica, el médico se acercó a mí y me pidió que me sentara. Con una punzada de preocupación en mi alma, que me cortaba la respiración y me sostenía el corazón en un puño, me senté. Aquello no me gustaba nada.

Creo que nunca en mi vida he llorado tanto.

Tú, inocente e ignorante de que el bultito de tu tripa era tan grave, te acercaste a mí como siempre, feliz de verme de nuevo. Sacudías tu cola como de costumbre, y me mirabas con tu sonrisa imborrable. Te di un abrazo enorme, y creo que hasta tú te sorprendiste de lo fuerte que fue. Tú seguías sonriéndome, ajeno a todo, dándome esperanzas contra algo más fuerte que tú o que yo, que desconocías.

Ahora mismo me estás mirando.

En tus ojos aún está ese brillo de inteligencia que te caracteriza, aún se lee tu esencia, tu alma, pura, limpia, sincera, fiel, amable, bondadosa, y serena, reflejada en ellos.
Te contemplo, tumbado en la camilla, iluminado por unos focos fríos del techo. La habitación tiene un ambiente triste, apagado y frío, y tú lo notas.
Acaricio tu costado con mi mano, acaricio tu pelo, suave y rizado, como siempre ha sido. Tú me miras, y no puedo evitar sonreírte, aunque con un deje de tristeza. Aún así, tú levantas un poco la cola y la mueves con suavidad.
Los recuerdos invaden mi mente, mientras dos lágrimas amargas nacen en mis ojos, nublándome la vista,  deslizándose lentamente por mi rostro y cayendo, terriblemente pesadas, en tu vientre. Tu mirada es tan intensa, tan plena, tan sabia. Apenas puedo sostenerla. Te acaricio el rostro con ambas manos, y tú no paras de mirarme a los ojos, sereno, tranquilo.
Nunca habías estado tan tranquilo en el médico.
No te mueves, ni rechistas, apenas te das cuenta de lo que pasa, o quizá si lo sabes, y lo aceptas con sumisión y serenidad.

Sólo te despides de mí, lleno de paz, mientras una jeringuilla se clava en tu piel, poniendo fin a tu sufrimiento.


Y yo veo cómo la vida se apaga en tus ojos.

3 comentarios:

  1. Emotivo texto, que me hace recordar, aún más intensamente, mi propia dolorosa despedida de mi hermano adoptivo canino, hace muy poco tiempo. Un saludo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tu comentario, Javier. Siento mucho la pérdida, sé que nada rellenará ese vacío. Muchas fuersas y un abrazo muy fuerte :)
      Helena.

      Eliminar
  2. Muchas gracias, María. Yo sólo puse el papel, las palabras salieron de mi corazón por sí solas. Siento mucho lo de tu chica. Disfrútala :). Gracias por comentar, y muchas fuerzas a tí también.
    Helena

    ResponderEliminar