Desde entonces he estado solo.
Probablemente muchos piensen; “¿Solo? ¡Tienes a toda
la gente de tu alrededor!” Pero no lo entienden. Nadie lo entiende. Sí, lo sé,
sé que hay mucha gente en el mundo, conozco eso de que hay muchos peces en el
mar, pero no sé de nadie que piense como yo,
que comprenda lo que digo… No conozco a nadie que realmente, que
se parezca a mí.
Nadie que merezca la pena, en definitiva.
Y, aún así, no me molesta.
USHER |
No me da miedo la soledad, ni el silencio, ni la
oscuridad. De hecho, muchas veces me siento atosigado, rodeado de
demasiada gente. En esos momentos agradezco el silencio, cerrar los
ojos en la oscuridad de mi habitación, y respirar, sin miedo a que me señalen,
sin miedo de mirones indiscretos. Para mí, eso es la paz.
Es cierto que
me relaciono con las personas que me rodean, porque, entendedme, aunque no
quiera implicarme demasiado en relaciones sociales, no quiero llevarme mal con
nadie, ni mucho menos, pero no me une a ellos ningún lazo sentimental. No me
malinterpretéis, yo no odio a la gente, ni soy un incomprendido, ni uno de esos adolescentes enfadado
con el mundo. Simplemente, no me atrae la idea de relacionarme con mi sociedad,
y por eso trato de ser lo menos “transparente”. Pero no por ello soy
superficial, en absoluto.
Yo diría que si alguna palabra tiene que definir mi
comportamiento, sería, más bien... reservado, para alguien que merezca la pena.
El porqué de todo esto se remonta varios años atrás,
en mi más tierna, inexperta, y sobre todo inocente infancia.
Hace tiempo aprendí que mejor sólo que mal acompañado.
Lo aprendí por las malas, pero me ha servido. Y ¡vaya si me ha servido! En
parte debo estar agradecido, supongo, porque lo que me pasó me hizo más
insensible, por decirlo de alguna manera. Desde luego nadie volverá a herirme.
No, si les cierro las puertas a mi interior, porque
lo único que quieren es influir en mis
sentimientos a su antojo. He aprendido que la gente, muchas veces, ansía manipularte,
aunque eso conlleve perjudicarte mucho a tí para producirse un beneficio
mínimo, y aprovecharse de ti. Ese comportamiento es detestable, y lo uso muy a
menudo para justificar que prefiera mantenerme al margen de lo que me rodea.
Aunque creo, que aunque aquel trauma nunca hubiera
sucedido, tampoco sería capaz de relacionarme como cualquier otro chico.
Supongo que la realidad me habría golpeado tarde o temprano, y, si no lo
hubiera hecho, yo mismo me habría dado cuenta, con el paso del tiempo, de que
soy diferente, y queriéndolo o no, me habría ido alejando, irremediablemente,
de la gente de mi entorno.
USHER |
Sin embargo, mi familia suele reprocharme mi actitud.
No les gusta que sea autosuficiente, y me piden que abra mi corazón a los
demás, que haga lo que ahora la gente llama tan fácilmente “amigos”, sin saber
que con ello quedo expuesto al dolor de la traición, de la realidad. A veces
llega, incluso, a molestarme su evidente ignorancia a cerca de esto. Ellos no
saben que yo estoy bien, que ni necesito ni quiero cambiar, pero insisten, una
y otra vez, y lo último que quiero es tener problemas y hacer que hasta mi
propia familia piense que soy raro, así que, pese a todo, me familiarizo con
algunos compañeros de mi clase.
La verdad es que considero hacer amigos un mérito,
porque en esta deprimente sociedad es difícil hablarse con gente que te rechaza
aún sin haber mediado palabra con ellos. No sé por qué la gente de mi clase me
insulta, pero no me llama la atención. He llegado a la conclusión de que sus
limitados cerebros se retuercen de envidia al ver con cuánta templanza y calma
paso de ellos.
Sí, será
envidia.
La vida me ha
enseñado que el mejor desprecio es no hacer aprecio, así que, pese a todo, no
me importa lo que digan. Todos los sabios griegos decían que siempre va a haber
alguien que me insulte, haga lo que haga, así que no me molesto en pensar en
ello, no merece la pena.
Algunos de los amigos que me he hecho son Pac, Bryst y
Connor. No son grandes excepciones de la sociedad, pero comparto aficiones con
ellos, y la convivencia es sencilla, pues además de que algunos hemos compartido
experiencias, sí que son algo diferentes a los demás.
A Bryst y a mí, por ejemplo, nos gusta leer. Él suele
pedirme consejo sobre algunos libros, y yo a veces le ayudo a comprender
algunas de las entrevesadas historias que leemos. Me gusta hablar de libros con
él, es un tema normal que nos impide delatar nuestras cosas íntimas, y además
puedo decir que realmente disfruto hablando de ello con él, que me escucha
siempre, ávido de historias, con ganas de nuevos mundos, de vidas enteras
escondidas en las palabras. A él y a mí nos fascina el poder que pueden
esconder unas letras juntadas casi al azar.
Otra cosa que tenemos en común que, en el pasado,
sufrimos el rechazo. No hablamos mucho de esto, la verdad, es que él solo
afirma y reitera mis críticos comentarios hacia el despectivo mundo en el que
nos ha tocado vivir. La verdad es que, ahora que lo pienso, nunca me ha contado
lo que realmente le pasó, pero no hace falta. Como se suele decir, la cara es
el espejo del alma, y basta ver los ojos brillantes de Bryst para saber que lo
ha pasado mal. No le presiono para que me lo cuente, sé que no le gustaría, ni
a él, ni a nadie. Pero, hablemos del tema que hablemos, me siento más cómodo
hablando con él que con nadie de mi entorno, me siento completo, como si Bryst
fuera un hogar al que acudir. Me siento bastante cercano a él, como si
conociéramos un secreto que nadie más conoce. Por otra parte, es agradable
hablar con alguien lo suficientemente maduro como para saber entablar una
conversación correcta gramaticalmente. Además, Bryst es empático, cosa que me
agrada.
Aún así, cuando hablamos de la sociedad actual, del
mundo, y de todos esos temas que deprimen tanto, el tema suele afectarle más a
él que a mí, pues yo cuento con un muro de protección al rededor de mi corazón,
y él no. Pese a lo bien que le vendría construirse uno, no se lo digo, porque
también existe la posibilidad de que me vea como un bicho raro, y no es lo que
quiero.
Ya he pasado mi infancia como un bicho raro, aunque en
ese tiempo no era por mi autoaislamiento actual, sino por todo lo contrario;
por estar desesperado por hacer amigos, y como sólo hace falta buscar amigos
para tener enemigos, me convertí en el bufón de la clase, el apestado, el
marginado, y todo lo que se diga.
Recuerdo perfectamente aquel día, aunque yo era muy
pequeño. Quizá, si me pasara ahora, sería tan sólo una anécdota para el montón,
una historia más que contar, nada con importancia, en definitiva.
Pero fue el hecho de que se rasgara mi inocencia, de
que perdiera mi fe en que todo saldrá bien, de que rompiera el velo que
difumina la realidad a los ojos de un niño, fue ese hecho el que realmente me
marcó, porque a mi corta edad ya supe lo que realmente era el mundo, y la
decepción fue colosal.
Lo recuerdo como un día normal, en el colegio,
acercándome a una chica con paso torpe. De ella sólo recuerdo su pelo, que eran
grandes y sedosos torbellinos del color del Sol. Me acerqué preguntándome
inocentemente se me quemaría al tocarlo. Qué iluso. Estaba absorto en su pelo,
totalmente himnotizado por su color, y ansiaba tocarlo, por ver si el oro
fundido que le caía por la espalda era mágico, y me salvaría de los fantasmas
de mi oscuro rincón.
Yo era muy pequeño, y mi débil corazón aún no había
creado ninguna defensa contra el rechazo de una chica, como es natural No
estaba preparado para asimilarlo, así que el golpe fue más fuerte de lo que
ahora me parece:
-¿Qué haces, idiota?- Cuando por fin se giró para
mirarme, por encima del hombro, cómo no, me insultó con una voz chillona, que
en ese momento me pareció el más melódico cantar de los ángeles. Qué ciego
estaba.
-¡Lárgate, pringado!- Coreaban sus amigas, señalándome
con el dedo que yo ya tanto conocía. La chica, se distrajo un momento para
hablarles a ellas, y entonces, yo hice buen uso de la famosa frase “Carpe
Diem”, y, de tan concentrado como estaba en su belleza, no me importó lo que
nadie dijera de mí, porque en ese momento me sentía invencible, fuerte,
afortunado de guardar en mi corazón tan cálido sentimiento. Como un enamorado
más. Así que, casi inconscientemente, me
acerqué y le estampé un enorme beso en la mejilla. La niña, confusa, se puso
roja como un tomate y me soltó una bofetada en la mejilla, similar a la que me
propinó la realidad.
Ambas me dejaron una profunda marca en el corazón.
Desde entonces he estado solo, pues ese día, con el
corazón roto, coloqué el primer ladrillo delante de mi corazón.
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