domingo, 31 de agosto de 2014

Capítulo 7: Karelia

Siempre he admirado a los escritores y directores de películas. Admiro su poder para crear una historia, una sociedad, una vida, una personalidad única... su capacidad de transpasar al papel los mundos que hay en sus mentes, entrevesados, cambiantes, incapaces de ser definidos con palabras, salvo por el escritor, que es como un dios en su mundo, manejando con sus manos un universo entero, modificándolo a su antojo, a su propia voluntad. Me encanta leer las aventuras que escriben, imaginarme a los personajes, soñar que soy yo el que vive sus vidas llenas de aventuras, en vez de mi aburrida vida cotidiana.
Aburrida... hasta hace unas horas.
Hasta que he descubierto que lo que me pasa no es normal.
Ni eso, ni mis ojos.
Me masajeo fuertemente el cráneo, intentando en vano relajar mis crispados nervios. Una sensación surrealista consigue que no me crea del todo lo que está pasándome, como si fuera un recuerdo de otra persona que vivió esto, y no yo. Sé que dándole vueltas a este asunto no llegaré a ningún sitio, que sólo conseguiré confundirme aún más, así que deambulo por la casa en busca de algo en lo que entretenerme. Intento leer, pero me interrumpo al ver que he pasado varias páginas sin enterarme de nada. Después enciendo la televisión en un intento de que oír voces me tranquilice, pero sólo encuentro programas de cotilleo o publicidad. Por último, me pongo los auriculares al máximo volumen, algo común en mí, y oigo, sin escucharla, a Adele. Me empieza a doler la cabeza por el alto volumen, y me los quito. Según mi reloj de muñeca son las siete. Aún queda bastante para que anochezca, pero en mi pecho bailan emociones con cada vez más brío. No logro distinguirlas, pues parece que se enlazan para separarse una y otra vez. Tengo miedo, mucho miedo, pero también quiero que Nim me aclare todo esto para intentar devolver la normalidad a mis ojos y a mi vida. Sentado en el sofá, me masajeo el cuello fuertemente. Lo tengo agarrotado, al igual que los hombros  y la mandíbula. La verdad es que llevan en tensión desde esta mañana, y ahora me duelen horrores. Dejo caer mis manos y cierro los puños con fuerza. Apenas siento las uñas clavándoseme y por ello las aprieto aún más. Quiero que me duela, quiero sentir algo que no sea el pánico y la incertidumbre. No siento la palma de la mano, pero veo un hilillo de sangre escurriéndose por mi muñeca. Abro el puño y encuentro mis uñas manchadas de sangre, y cuatro pequeñas hendiduras en mi carne. Me levanto pesadamente y llego a la cocina. Allí uso unas vendas pequeñas para envolver mi mano y después las fijo con esparadrapo. “Ha sido algo tonto clavarte las uñas” pienso. “Ahora todos te preguntarán el porqué de tus vendaje”. La verdad es que me da igual. Tengo cosas más importantes en qué pensar. Vuelvo al cuarto de estar y me tumbo de nuevo en el sofá. Me acerco el reloj al rostro. Las siete y diez. Pfffff ¿Es que no pasa el tiempo? Entonces veo mi reflejo en el cristal del reloj. Mi pelo oscuro está completamente  despeinado y me cae por toda la cara. Tengo profundas ojeras que surcan mi pálido rostro. Me fijo en mis ojos. Mi mirada nunca antes había sido tan profunda, ni tan intensa, ni tan íntima como ahora me resulta. Observo que siguen girando, lenta e imperturbablemente, como unos engranajes, como un reloj. Entonces, las manecillas de mi reloj de muñeca empiezan a vibrar peligrosamente, para después alterar su rumbo y girar aleatoriamente. Me sobresalto, pero enseguida se me pasa. Entonces recuerdo que con Twill ha pasado lo mismo. Se ha puesto nerviosa y ha evitado mirarme hasta que me he puesto las gafas. Me doy cuenta de que mi mirada perturba, a objetos y animales. Me pregunto si mi familia reaccionará como Twill, intimidados por mis ojos. Me aparto el reloj de encima antes de que el cristal me estalle en la cara y suspiro profundamente.
Me acurruco entre los cojines del sofá y me hago un ovillo. Me sumerjo en un sueño inquieto y poco reparador.


Hace varios minutos que estoy despierto, pero mantengo los ojos cerrados con fuerza. Por fin, los abro, y me extraña la penumbra en la que está sumida la habitación. La única luz que captan mis ojos es la de las farolas, que se filtra por mi ventana creando sombras espeluznantes que bailan sobre mí. Debe ser muy tarde. Miro el reloj de mi muñeca, pero no hago caso a las manecillas de su interior, ya que probablemente estén mal por el episodio anterior, además de... ¿fundidas? Me acerco para comprobarlo mejor y veo que no me he equivocado. Las agujas están torcidas en un ángulo decadente y hay pequeñas lágrimas negras sujetas a ellas. Los números del círculo están en el mismo estado. Me quito el reloj y lo dejo en la mesa. Aparto la mirada de él y miro el reloj de madera de la pared. Marca las once. Entonces, en un acto reflejo, bajo la vista a la palma de la mano, donde, algo borroso, todavía se puede leer “11:30, fuente del paseo”.

Me levanto despacio y estiro mis articulaciones agarrotadas. En el servicio, observo mi reflejo. Todavía estoy algo adormilado, pero no me apetece lavarme la cara, así que salgo de mi casa directamente. Cierro la puerta tras de mí y comienzo a caminar. De repente, me percato de que no he cogido mis gafas de sol. Me entra el pánico al recordar que no tengo las llaves de mi casa, y empiezo a rebuscar con desesperación en los bolsillos de mis pantalones. Al hacerlo, me inclino levemente, y oigo algo golpearse contra el suelo. Descubro que son mis gafas, que se han escurrido del cuello de mi camiseta, donde las suelo dejar. Me río delo absurdo de la situación, dejando escapar una nota de histeria en mi voz, y continúo caminando con las gafas puestas. Es de noche, y apenas veo a través de los cristales tintados, pero prefiero eso a que alguien vea mis ojos.
Camino distraído en dirección a la fuente. Tengo la mente en blanco y no sé qué pensar. ¿Qué me espera allí? ¿Respuestas? Creo que es lo que ansío, pero, aún así, me da miedo descubrir la verdad, si es que Nim la sabe. En ese momento, me doy cuenta de que el único sonido que oigo es el de mi corazón, que golpea mi pecho, como si me impulsara a avanzar, cada vez más rápido y con más potencia, palpitando emoción. Siento la adrenalina en mis venas, que avanza rítmicamente, llegando hasta la punta de mis dedos, invitándome a moverlos de manera nerviosa, para liberar la energía acumulada en ellos.
He llegado a la fuente. Se me cae el alma a los pies al verla vacía, solitaria. Me acerco a ella sin saber qué hacer. Me ha dado plantón. ¿Debería irme? Decido esperar, aunque no se bien por qué. Mientras pienso, fijo mi mirada en los barrotes que rodean la fuente. El metal está oxidado y viejo. Me concentro en él, y puedo sentir cómo en mis globos oculares se reúne el calor y la energía de mi cuerpo, y casi puedo sentir mi iris brillar. Me he quitado las gafas sin darme cuenta, y ahora, entre el metal y mi mirada no hay nada. Reúno mi desesperación, mi ira y mi rabia en mi pupila, y sigo observando el metal. Y veo justo lo que quería ver. La zona que estoy mirando se ilumina lentamente hasta ponerse de color rojo vivo, mientras yo siento el calor que desprende. Después, el metal empieza a hundirse hacia abajo, derritiéndose. Algunas pesadas gotas caen despacio al suelo, produciendo un sonido característico del choque del frío y el calor, como cuando pones una sartén ardiente debajo de un grifo. No contento con la reacción del metal, sigo mirando, con ira, hasta que la sustancia líquida, que ha caído al suelo, empieza a burbujear. Sonrío para mis adentros, y éste movimiento físico me recuerda que estoy en medio de la plaza. Petrificado, parpadeo repetidas veces y me levanto despacio, procurando que nadie vea lo que hay a mis pies. Cuando voy a girarme, descubro unos zapatitos negros a mi lado. Me sobresalto, y, de inmediato, me ruborizo, incapaz de mirar a Nim a la cara.
-¿Es la primera vez que lo haces?-Pregunta ella examinando mi destrozo. Asiento tímidamente, lo cual desconcierta a Nim. Me mira, pensativa, y susurra, más para sí misma que para mí.- Nadie ha liberado nunca tanta energía la primera vez.
Levanto despacio la mirada, y me topo con la suya. Se me ha olvidado qué estoy haciendo aquí. Me agarra la mano con una firmeza sorprendente y tira de mi brazo a un rincón alejado de la luz de las farolas. Una vez en las sombras, descubro que sus ojos irradian una luz muy débil, pero que permite que sepa dónde está ella. Abro la boca para decir algo, pero me interrumpe:
-Usher, estamos en peligro. Ellos detectan la magia, y tú los has llamado.-Al instante comprendo que se refiere a mi demostración con los barrotes fundidos.-Tienes que venir conmigo. Ahora.-Sus ojos se me clavan y sé que lo dice en serio, aunque no la entiendo bien.
-¿Qué? ¿Adónde? ¿Y mi familia?- Desesperado, espero que responda que no pasa nada, que me puedo quedar en casa y que me olvide de todo esto. Pero sé que no es eso lo que responderá.
- A Karelia. A nuestra casa.
Algo en mí se desata. Esa palabra ha abierto una puerta en mi mente que nunca había sido abierta, que ni siquiera sabía que existía. Unas imágenes borrosas pasan fugazmente por mi mente. Son recuerdos. Lo sé. Empiezo a ver puntitos negros  y se me desenfoca la visión. Una sensación de vértigo me invade, como si el suelo no encajara con mis pies. Noto el latido de mi corazón en mi cabeza, al recordar el nombre… ese nombre… Karelia.
Siento una punzada añoranza en mi corazón y mis oídos me zumban cada vez más fuerte. Doy unos pasos atrás y veo a Nim sujetándome al caer, susurrándome una palabra que no entiendo, y me desvanezco.































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