Cuando abro los ojos veo que mi habitación está
inundada de luz. Parpadeo varias veces antes de levantarme. No oigo las voces
ni los ruidos usuales de mi familia, por lo que deben estar dormidos, aunque,
con tanta luz no debe ser muy pronto…
Me incorporo en la cama para calzarme, y noto un dolor
pesado en todas mis articulaciones. Tengo los músculos agarrotados, y la piel
ardiente, sudorosa y asombrosamente sensible, como si me hubieran frotado por
el cuerpo un estropajo. Extrañado, decido ducharme, a ver si se me pasa. Camino
lentamente hacia el servicio. No he pasado buena noche. Entro y cierro la
puerta tras de mí.
Me giro y
observo mi reflejo en el impoluto espejo. Tengo el pelo alborotado pegado a la
frente, el rostro cansado, y los ojos rojos, hinchados y...¿brillantes?
Me brillan los ojos más de lo normal, y, aunque están hinchados,
parece que los tengo más grandes. Inquieto, me inclino y me observo, más de
cerca.
Y me da un vuelco el corazón. Cierro los párpados con
fuerza y camino hacia detrás, hasta que mi espalda, magullada y caliente, choca
con la fría pared, haciendo que se me corte la respiración. Lo primero que
pienso es que no es real, que la luz habrá hecho que vea el color de mis ojos
violeta en lugar de azul. Sí, seguro que es eso. Temblando, me acerco despacio al
lavabo y me echo agua fría en la cara, con la mirada baja. Después, lentamente,
levanto la vista hacia el espejo... y me encuentro con un par de ojos violetas.
Me quedo paralizado, observando mis ojos. Estoy aterrado, quiero apartar la
vista, pero el color me resulta casi hipnótico. Mi nuevo iris está compuesto
por diminutas líneas de todas las tonalidades de violetas que existen. Son como
pequeñas pinceladas de color, aplicadas minuciosamente para que resulte
imposible apartar la mirada de ellas. Sigo mirando atentamente, y descubro con horror que los trazos se mueven.
Casi inapreciablemente, mi iris rota como un reloj, como un engranaje, latente,
vivo, constante, diseñado para ser perfecto.
Me flojean las rodillas, y el servicio me da vueltas,
y se me hace insoportable estar allí un solo segundo más. Salgo dando
trompicones al balcón y me apoyo como puedo en la barandilla. Mi boca respira,
con dificultad, absorbiendo todo el aire que permiten mis pulmones, como si el
aire mismo pudiera borrar todo lo que acabo de ver. Una sensación de
surrealismo me aplasta, y sin embargo sé que es real. Miro a todos lados,
buscando alguna variación en mi visión,
pero todo se ve igual. Busco también algún rastro de dolor en mis ojos, como el
de mis articulaciones, pero no encuentro nada más que una agradable sensación
cálida que me reconforta. Noto que comienza en mis globos oculares, y se
extiende por mis nervios, relajándome un poco. Sin embargo, no he parado de
sudar en ningún momento, y compruebo que sigo necesitando una ducha. Me pongo
en pie despacio y camino con la mirada baja hacia el servicio. Evito mirar mi
reflejo en todo momento, y me meto en la ducha. Giro el grifo a la zona más
caliente y noto cómo el agua acaricia mi cuerpo, abrazándome. Me paso varios
minutos bajo el chorro caliente, con la mente en blanco.
Salgo de la ducha, despacio. Me alivio al comprobar
que el espejo está totalmente empañado, por lo que apenas puedo distinguir la
forma de mi cuerpo, y mucho menos el color de mis ojos. Me froto el cuero
cabelludo con una toalla, suavemente, masajeándome el cráneo. Después me seco
el cuerpo y voy a mi habitación. Evito pensar en nada, ya que cualquier cosa
derivará mis pensamientos a mis ojos. Me visto con unos vaqueros oscuros y una
camiseta. Abajo, en el cuarto de estar, encuentro una nota de mis padres.
“Usher, mamá, Clyre y yo hemos salido a comer a casa de los tíos. En el
frigorífico tienes puré del que te gusta. Volveremos al anochecer.” Es la letra
de mi padre. Me invade un inmenso alivio. Nadie debe saber lo de mis ojos.
Lo último que necesito es estar solo con mi mente y
mis pensamientos, así que decido sacar a mi Pastor Alemán a dar una vuelta. Twill, mueve su cola
alegremente cuando me acerco a él para ponerle la correa, pero, cuando voy a
acariciarle la cara, baja la cabeza. Sorprendido, le cojo del hocico y le
levanto la cara, y en sus ojos de animal puedo ver el terror, mezclado con mis
ojos violetas. Twill empieza a gemir y lucha por escapar de mi mano, así que lo
suelto. Estoy confuso. Dejo de mirarlo, y parece que se tranquiliza. Le doy
unas palmadas en el lomo y salgo a la calle. Me pongo mis gafas de sol, que hoy
tienen una función distinta a la normal. Son opacas para quien me mire, por lo
que nadie podrá ver mis ojos. Caminamos hasta la plaza del pueblo, donde me
detengo en un banco para descansar un rato. Twill se tumba a mi lado, cansado.
No hay nadie en la plaza salvo nosotros, así que me quito las gafas de sol.
Examino las piedras del suelo, y, dejando volar mi pensamiento, termino preguntándome
cuál será su origen. Entre ellas hay de todo; desde colillas hasta envoltorios
de chicles. Trato de imaginarme el suelo limpio, sin basura. Qué bonita estaría
la plaza sin estos desperdicios. Árboles altos, una fuente en el centro, los
bancos en condiciones... Me pregunto qué pasaría si la gente se diera cuenta de
que ensuciar nuestro pueblo sería como tirar piedras a tu propio tejado. No se
qué pasaría, y nunca lo sabré, porque nunca se darán cuenta, pienso con un
suspiro. De repente, entre las piedras del suelo aparecen unos zapatitos
negros. Subo la mirada lentamente. Vestido sencillo, cuerpo menudito, pelo
larguísimo color caoba... Y entonces cometo un grandísimo error; levantar la
vista. Ella lleva unas gafas de sol enormes, que le tapan casi toda la cara,
por lo que veo poco más de lo que vi en el Grupo Juvenil. No me da tiempo a
fijarme en nada, porque bajo la mirada rapidísimo, y rezo por que no haya visto
mis ojos. Me pongo las gafas de sol apresuradamente y, temeroso, levanto la
mirada. Esta vez sí que tengo ocasión de fijarme en su cara. De repente, no sé
por qué, siento una gran tranquilidad. Pero la curiosidad aún no ha acabado. Su
rostro es redondito y pálido, adornado con unos labios rosados finos, que están
abiertos y tiemblan. Creo que ha visto mis ojos. Me levanto y ella da un paso
atrás. Le ofrezco la mano, y después de dudar, me la estrecha con suavidad. Es
blanca como el marfil y fría como el hielo.
-El otro día te vi en el Grupo Juvenil- Comienzo. Ella
asiente levemente.
-Usher... ¿verdad?-dice en un susurro.-Yo soy Nim.
Encantada.
La miro atentamente. No sonrío. Tengo la boca abierta
para decir algo, pero no me salen las palabras. Sé que ha visto mis ojos, pero
no sé por qué actúa como si nada. Agacho la cabeza. Estoy en blanco. Entonces,
Nim me toca en el hombro casi imperceptiblemente. Alzo la cara y me topo con una
mirada de color violeta.
Mi pecho estalla y pierdo la capacidad de respirar. El
rostro de la chica está a pocos centímetros de mí. Se ha quitado las gafas que
ocultaban el color de sus ojos, violetas. Tienen unas pestañas infinitas sobre
ellos. Sus globos oculares son de un
blanco perfecto; salvo sus iris, claro, que son idénticos a los míos, incluso
giran de manera impoluta. Cuando quiero darme cuenta me he quitado las
gafas. Me quedo mirándola, a sus ojos,
inmerso en ellos. Me olvido de Twill, de la plaza, del mundo entero para
centrarme en ella. Su rostro transmite calma y serenidad, mientras que yo estoy
desorientado y asustado. Ella me mira de manera profunda, y sus labios
articulan una palabra que no logro entender. Nim se pone las gafas. Después
cierra su mano en torno a la mía, y la acerca a mi rostro. Quiere que me ponga
las gafas. Obedezco sin rechistar. De repente, Nim gira la cabeza bruscamente
hacia atrás, alarmada. Me suelta la mano y me mira, asustada. Ladeo la cabeza.
¿Qué pasa ahora? Nim se mete la mano en el bolsillo deprisa, saca un bolígrafo
y agarra mi mano con desesperación. Después garabatea sobre mi palma: “11:30,
fuente del paseo”. Lo ha escrito tan rápido que resulta casi ilegible. Nim me
mira por última vez:
-Ven.
Y se marcha,
con el sonido de sus zapatitos contra el asfalto, apresuradamente.
Tranquila, Nim. Pienso para mí. Iré. Iré y me
explicarás esto. Iré y me explicarás todo.
Miro por última vez la palma de mi mano, y,
apretándola con firmeza, vuelvo a casa, a diferencia de Nim, sin volver atrás
la mirada.
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