domingo, 19 de enero de 2014

Con D de Depresión



Hooola. Sé que tengo pocos fans, pero aún así, me disculpo a quien quiera oír mi disculpa por tardar tanto en publicar. Soy una persona muy vaga, y me cuesta mucho ponerme a escribir, además de que el tiempo no me sobra, precisamente. Aquí os dejo mi última "creación". No tengo ganas de hablar sobre ella, así que, ahí la dejo.

19/01/2014

“Dios mío”. Dijo para sí. “Oh, dios mío.”

Caminaba hacia ninguna parte, torpemente, sin rumbo, sin destino. No sabía cuánto tiempo había estado caminando, o si lo había estado haciendo por siempre. Las piedras del camino se le clavaban en los pies, o los golpeaban sin piedad, hiriéndolos, como sedientos de sangre. El cansancio y el dolor eran pesados y lo torturaban como enormes y pesadas mazas, apedreando y malhiriendo cada centímetro de su ser, como  si de un muñeco de trapo olvidado se tratase.
Él era joven, pero se sentía viejo y agotado. Se sentía vencido, vacío, solo y perdido. A veces no podía evitar imaginarse a sí mismo, y aunque intentara desechar la imagen que taladraba su mente, no podía evitar ver una estructura quebradiza, como de cristal, inmersa y sola en un cielo oscuro e infinito, indefensa, abandonada.
 Se estremecía.

Muchas veces su corazón se ensombrecía, al mirar a su alrededor y ver lo poco que realmente tenía.La desesperación lo atenazaba y lo ahogaba, y cuando esto pasaba, él se escondía en algún rinconcillo de su mente, cerrando los ojos con fuerza y tapándose los oídos mientras suplicaba a pleno pulmón, gritando socorro. Una petición de auxilio a la que nadie nunca respondió.
Después, lloraba lágrimas amargas, mientras se arañaba la piel, en arrebatos de furia contenida .Se palpaba con lentitud su piel, tersa y joven, pero la sentía caída y vieja, y tocaba arrugas que no existían, arrugas oscuras y profundas como simas, grietas, fracturas como acantilado, rasgando su piel, que cubrían todo su cuerpo, y se hundían en él,, perforándolo. Estas grietas nacían en lo que algún día pudo ser llamado corazón, pero que ahora era un vacío insondable, que parecía ir tragando todo a su paso, lento, pero imperturbable.
El joven sentía su alma al ser absorbida por este agujero negro, impotente, como si él mismo la viera transformarse en una piedra gris ante sus ojos. Una piedra gris que ahora no es sino un peso más, profundo, atado y forjado con cadenas en su pecho, un peso que tenía que ser arrastrado por el suelo, con gran esfuerzo. Un peso como una gigantesca conciencia, corrupta, sucia y omnipotente, un alma sin salvación, un camino sin retorno, un laberinto sin salida, una burbuja que se comprime y te va dejando sin aire, poco a poco…

“Oh, dios mío,” repitió, con la voz ahogada. “Dios mío.”

Sus ojos, rojos e hinchados, lloraban lágrimas amargas, que en vano trataban de limpiar su alma, expurgar el pecado que se adhería a los rincones de su corazón, como una masa viscosa que siempre deja secuelas. Pero era tal la negrura de la que él mismo era consciente, y tan inmenso el sufrimiento que le anudaba la garganta, que sintió que ni un océano entero de lágrimas y gritos rotos y descompuestos, ni el mismísimo Tártaro podría nunca equivalerse a la pena que él cargaba.
Su rostro se convulsionaba en rítmicos y potentes gemidos y sollozos, que perforaban el aire como notas desentonantes,  y se convertían a menudo en gritos desesperados de frustración, sentimientos en el aire, palabras ilegibles,  palabras que, sólo por el hecho de ser él el que las pronunciaba, parecían ser deformes, enfermas, agonizantes, almas que nacen para morir. Y las plegarias que intentaba lanzar al cielo morían en su garganta sin que llegase nunca a darles la luz, como flores marchitas, putrefactas, envenenadas.

A su alrededor, él sentía el suelo retorcerse, como una culebra bajo sus pies, como si él mismo fuera el dolor en persona, que contagia su enfermedad a todo el que alcanza con su emponzoñada aura. Como si fuera el desprecio de algún dios le tuviera, el que hacía castigar con la muerte a todos los que se atrevían a mirar a esa pobre criatura.

“Maldito portador del sufrimiento”. Parecía silbar el viento en su oído, que enmarañaba y tiraba de su pelo,  
El frío se clavaba en su fea piel como dagas, con fuerza, haciendo temblar todos los músculos, intentando hacer cada segundo de su miserable vida un infierno.
Y las flores, antes de morir, parecían mirarle con odio, con rencor, estirándose para estar lo más lejos posible de él, apartándose de su camino,

Recordándole que no debía existir, y que tan sólo era un fallo, que no tenía lugar en este mundo, que debía irse. 
Que sobraba.

Sin embargo, él entendía a las flores, entendía al viento y al frío, y a Dios. Sabía que tenían razón, y por eso les agradecía el trato que le daban. Él también se odiaba. Perjuraba por haber nacido y detestaba a quien lo hubiera creado, se odiaba a sí mismo, odiaba ensuciar el mundo, empañar la perfección de la naturaleza, estropear el ambiente cada vez que llegaba a algún sitio. Sufría al intentar coger las flores, para acunarlas entre sus manos, porque nunca llegaba a rozarlas, antes de que murieran. Ansiaba sentir felicidad, tan sólo por un momento, respirar la belleza que todos parecían disfrutar. Todos menos él. Odiaba tensar el ambiente, por eso siempre estaba caminando, para no estar en un sitio mucho tiempo, para no hacer a alguien sufrir durante demasiado tiempo. 
Para no molestar.
 Se odiaba a sí mismo, y por eso dejaba que lo castigasen, lo entendía, y lo agradecía, aunque sabía que ningún castigo sería suficiente para aplacar el daño que él mismo constituía.Y es por eso por que dejaba que lo acusasen, y se dejaba ser el blanco de toda ira, y era el saco que todos querían pegar. Sabía que era un engendro. Pero ninguna tortura sería lo suficientemente dura para matarlo. Todos querían prolongar su agonía, hacer más largo el sufrimiento. Y nunca le dejarían fallecer. Por eso padecía la peor condena; ser la muerte, y no morir.

 Y aún así, a pesar de saberse ignorado por Dios, el niño gritaba su deseo de perecer. Siempre lo estaba gritando, sumplicando que las parcas cortaran el hilo que lo mantenía colgado del cuello, que lo ahogaba. Gritaba por la libertad que la muerte proporciona, deseaba descansar en su legro lecho, y no abrir los ojos jamás. Quería dejar de existir, que dejaran de pensar en él de hablar de él, de temerle, de odiarle, no quería ser nada, sólo morir. Lo pedía con una voz rota por el esfuerzo. Lo pedía a Dios, se lo pedía a sí mismo, se lo pedía al mundo que tanto le castigaba, pero que siempre lo dejaba al borde de la muerte, sin permitirle nunca el lujo de morir. 

Él seguía intentándolo, extender un poco más la mano, y tocar la muerte, acariciarla, mimar el don de morir. Intentaba suplicar, dar forma con sus enfermas y temblorosas manos palabras bonitas, bonitas por fuera, pero emponzoñadas y podridas por dentro. Intentaba lanzarlas al cielo, donde todos decían que se es clemente y misericordioso,  pero a él nunca le escuchaban. Él sabía que cualquier cosa que procediera de él, que tuviera algo en relación a él, era detestable, odiosa, repugnante, nauseabunda.

Gitó. Imploró. Chilló. Suplicó. 
Hasta que quedó sin aliento.

Y aún así, aunque en su cansada boca una palabra tan bella sonara grotesca, él seguía suplicando:


“Oh, dios mío”. Chilló. “Dios mío, déjame ir”.

2 comentarios:

  1. Sigue escribiendo Helena. Cada que puedas. No lo dejes. Un abrazo.

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    1. Muchísimas gracias, Gildardo. Tanto por tu apoyo en momentos realmente frustrantes como por pasarte por aquí. Se agradece.

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