sábado, 7 de febrero de 2015

Capítulo 2: Adiós, Brighton.



Giro la mirada por última vez al que ha sido mi hogar durante los últimos meses. Ahora es una casa impoluta, vacía, hueca. Justo como cuando llegamos. Solo que ahora no quiero dejarla, y meses atrás detestaba tener que hacer de ella mi hogar.
Subo la última de las maletas en el maletero de nuestro Land Rover, y cierro la puerta del coche tras de mí. Apoyo mi frente en el cristal, y noto su frío contacto.

Esto no es un sueño.                                                   

En el vapor que se impregna en la ventana dibujo una jota y una ese, de James y Sam. Y, sin querer, una única lágrima se me escapa de los ojos, fugitiva.

James no se lo tomó bien. Hace unas horas le llamé, para decirle que me iba, y que no iba a volver. Él colgó el teléfono, y se presentó en mi casa, solo para darse cuenta de que era verdad. Subió a mi habitación, pálido y con los ojos llorosos, y me abrazó fuertemente. Estuvimos lo que me parecieron horas abrazados. Después, me habló de promesas, de una relación a distancia, de que él estaba dispuesto a todo… pero no pienso hacerle pasar por esto. No quiero atarle a mí. Y se fue, y con él se llevó mi vida, que ya me parecía ajena, y toda mi fuerza.

El coche arranca con un ronroneo mudo, y comienza su viaje hacia una nueva vida. El sol me da en la cara, y hasta eso me resulta molesto. Hoy no debería brillar. No hay derecho, no es justo.

Delante de mí, escucho a mis padres, y oigo perfectamente cómo los tonos de sus voces se van incrementando, y el ambiente se carga de tensión. Más aún. Mi madre comienza a hacer gestos obscenos a mi padre, y éste, al volante, hace de sus maniobras trazos violentos, a la vez que ambos se sumergen en una discusión acalorada.
Pero yo no quiero saber nada, ni mi hermano, a mi izquierda, tampoco, así que me encierro en mis cascos y subo el volumen todo lo posible.

Durante el viaje, una balada de Guns and Roses relaja mis nervios, y me ayuda a dejar de pensar.

Horas más tarde, llegamos. Londres se abre ante nosotros como lo que se me parece a una enorme cloaca, llena de gente sonriente y vacía, llena de ratas. Mi nueva cloaca, mi nueva prisión.

Después de un rato callejeando, mis padres aparcan enfrente de una casa de ladrillo rojo, típica de la ciudad, con rejas negras y tulipanes en una maceta, dándonos una bienvenida que yo, al menos, no quiero tomar. Hogar, dulce hogar.

Mi familia y yo metemos todas las cajas y maletas dentro de nuestra nueva casa, que por dentro es acogedora, no muy grande y sencilla. Tampoco es demasiado importante, teniendo en cuenta que seguro que en unos meses volveremos a dejarla atrás.

Con la última de las cajas entre mis brazos, subo la escalera de la puerta principal, y de repente, oigo un crujido detrás de mi espalda.

Me giro en un acto reflejo, asustada, ya que a estas alturas de la noche es raro encontrar a alguien por la calle, o al menos era raro en Brighton.

Para mi sorpresa, no hay nadie. ¿O sí? Entre los arbustos consigo distinguir una figura ensombrecida, alta y esbelta, pero ni siquiera diferencio su género. Ésta, al ver que la miro, da un paso atrás, para quedar oculta de nuevo entre los árboles. Agarro la caja fuertemente y entro deprisa en casa. Cierro la puerta y me asomo, cuidadosa, a la ventana.

Parece ser que Londres está lleno de lunáticos.

Pero bueno, no es mi problema. Bastantes cosas tengo ya de las que ocuparme. Demasiadas cajas por abrir.











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