Giro la mirada por última vez al que ha sido mi hogar
durante los últimos meses. Ahora es una casa impoluta, vacía, hueca. Justo como
cuando llegamos. Solo que ahora no quiero dejarla, y meses atrás detestaba
tener que hacer de ella mi hogar.
Subo la última de las maletas en el maletero de nuestro Land
Rover, y cierro la puerta del coche tras de mí. Apoyo mi frente en el cristal,
y noto su frío contacto.
Esto no es un sueño.
En el vapor que se impregna en la ventana dibujo una jota y
una ese, de James y Sam. Y, sin querer, una única lágrima se me escapa de los
ojos, fugitiva.
James no se lo tomó bien. Hace unas horas le llamé, para
decirle que me iba, y que no iba a volver. Él colgó el teléfono, y se presentó
en mi casa, solo para darse cuenta de que era verdad. Subió a mi habitación,
pálido y con los ojos llorosos, y me abrazó fuertemente. Estuvimos lo que me
parecieron horas abrazados. Después, me habló de promesas, de una relación a
distancia, de que él estaba dispuesto a todo… pero no pienso hacerle pasar por
esto. No quiero atarle a mí. Y se fue, y con él se llevó mi vida, que ya me
parecía ajena, y toda mi fuerza.
El coche arranca con un ronroneo mudo, y comienza su viaje
hacia una nueva vida. El sol me da en la cara, y hasta eso me resulta molesto.
Hoy no debería brillar. No hay derecho, no es justo.
Delante de mí, escucho a mis padres, y oigo perfectamente
cómo los tonos de sus voces se van incrementando, y el ambiente se carga de
tensión. Más aún. Mi madre comienza a hacer gestos obscenos a mi padre, y éste,
al volante, hace de sus maniobras trazos violentos, a la vez que ambos se
sumergen en una discusión acalorada.
Pero yo no quiero saber nada, ni mi hermano, a mi izquierda,
tampoco, así que me encierro en mis cascos y subo el volumen todo lo posible.
Durante el viaje, una balada de Guns and Roses relaja mis
nervios, y me ayuda a dejar de pensar.
Horas más tarde, llegamos. Londres se abre ante nosotros
como lo que se me parece a una enorme cloaca, llena de gente sonriente y vacía,
llena de ratas. Mi nueva cloaca, mi nueva prisión.
Después de un rato callejeando, mis padres aparcan enfrente
de una casa de ladrillo rojo, típica de la ciudad, con rejas negras y tulipanes
en una maceta, dándonos una bienvenida que yo, al menos, no quiero tomar.
Hogar, dulce hogar.
Mi familia y yo metemos todas las cajas y maletas dentro de
nuestra nueva casa, que por dentro es acogedora, no muy grande y sencilla.
Tampoco es demasiado importante, teniendo en cuenta que seguro que en unos
meses volveremos a dejarla atrás.
Con la última de las cajas entre mis brazos, subo la
escalera de la puerta principal, y de repente, oigo un crujido detrás de mi
espalda.
Me giro en un acto reflejo, asustada, ya que a estas alturas
de la noche es raro encontrar a alguien por la calle, o al menos era raro en
Brighton.
Para mi sorpresa, no hay nadie. ¿O sí? Entre los arbustos
consigo distinguir una figura ensombrecida, alta y esbelta, pero ni siquiera
diferencio su género. Ésta, al ver que la miro, da un paso atrás, para quedar
oculta de nuevo entre los árboles. Agarro la caja fuertemente y entro deprisa
en casa. Cierro la puerta y me asomo, cuidadosa, a la ventana.
Parece ser que Londres está lleno de lunáticos.
Pero bueno, no es mi problema. Bastantes cosas tengo ya de
las que ocuparme. Demasiadas cajas por abrir.
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